jueves, 9 de diciembre de 2010

Martí


Como millones de hormigas carnívoras, Martí sentía un cosquilleo insufrible en las puntas de los dedos, ávido de carne y sediento de letras, le devoraba aquí y allá sin coherencia, con desorden nervioso.

Se despertó molesto, casi enfadado, con una bocanada de fuego bullendo dentro de sí, pujando por salir para quemar las horas. Un bostezo furtivo mordió sus labios y con un quejido mudo, se dirigió a su escritorio frotándose los ojos. A menudo deseaba no haber sido artista, no haber dejado fluir su imaginación desbordada en juegos de niño, llenando los recovecos vacíos con un mundo de sueños azules. Si aquello no hubiera pasado, se habría dedicado quizá a la medicina, en una universidad cualquiera, abriendo cuerpos y no rasgando almas, curando realidad, no escudriñando recuerdos inventados. Eso no habría importado, pues los cuerpos serían cuerpos sin más, cúmulo de carne muerta, enfermedades con olor a formol. Pero no, Martí no veía cuerpos sin más, Martí bebía melodías de los corazones colmados de olvido, arañaba frases inconclusas al viento tímido que se colaba por la rendija de la ventana, frío como un amor escondido.

jueves, 12 de agosto de 2010

Jake


El humo de un cigarrillo mal apagado dibujaba siluetas en una habitación de penumbras, de una forma suave y tímida se colaba la luz de la gran ciudad por los huecos de la persiana alumbrando aquellos ojos humildes, llenos de fantasmas. Miró al techo con desgana y dio un resoplido que retumbó por las esquinas, a menudo había pensado que el aburrimiento terminaría matándole algún día, literalmente y de una forma cruel.

Las horas pasaban muertas en la vida de Jake, no sabía de qué palo ahorcarse y había empezado a aborrecerlo todo, incluso a sí mismo. Ese reflejo decadente y paliducho en el espejo del baño cada mañana, susurrando los efluvios de una noche pasada por demasiado alcohol y poca comida; si no lo mataba el aburrimiento lo haría una cirrosis del carajo, pero qué más daba si ni siquiera podía mantener una charla sincera con un ser humano, o al menos, un proyecto de hombre.

Unas patas de gallo muy marcadas coronaban la profunda y vacua mirada de Jake, la comisura de sus labios, ligeramente inclinada hacia arriba, hacían de su rostro una mueca permanente. Lo odiaba, esa sonrisa bobalicona siempre quitaba peso a todo aquello que decía para imponerse, incluso a sí mismo. La tristeza nunca sabía igual cuando tus labios perfilaban una fingida alegría.

Sin embargo, nada aplacaba la melancolía de Jake...se sumergía cada día en ese mundo insano que había creado la raza humana intentando, con todo su tesón, encontrar algo que de verdad mereciera la pena. En 34 años había viajado a lugares increíbles, en ellos se había encontrado sin un céntimo y dio con su huesudo culo en un tugurio de la mafia china donde se había drogado hasta el exceso, emborrachado y follado hasta hartarse. Había comido en Italia y cenado en Texas, dormido junto al sobaco hediondo de un indigente griego como si de su hermano se tratara y conseguido a la mujer más bonita de toda Venezuela.

Pero ahí estaba, marcando el tempo de una canción sorda con sus zapatos de piel de cocodrilo, mientras se mecía en una silla coja y daba vueltas a un revólver con el dedo índice de la mano derecha, esperando por si la vida se dignaba a sorprenderle o por si era él quien debía sorprender a la vida.

domingo, 1 de agosto de 2010

Roth


Hacía muchos años que, por una desilusión con el amor, Roth había dejado de pretenderlo. Lo había arrinconado en un viejo cajón, enredado entre hilos y polvo de hada. No atinaba a decidir si fue a causa del odio que comenzó a brotar en su interior o por el pánico descontrolado que azotaba todo su cuerpo cuando recordaba aquellos días. En realidad todo eso no importaba, el caso era que, en su afán por olvidar, una calurosa madrugada de hacía diez años había ahogado entre silencios su capacidad de amar. Todo su mundo se tambaleaba por aquel entonces, desvalido como estaba no podía desear nada más. Y ocurrió, se marchitó por dentro.
Ahora, apenas rozaba la treintena pero las canas ya asomaban curiosas por sus sienes. “Los disgustos” se decía, o eso quería creer. Sin embargo, bien sabía que ya no era el mismo, a menudo le decían que su empatía y su bondad habían quedado reducidas a cenizas y su sustituta, una perturbadora frialdad, había regido desde entonces el orden y mandato de su vida. Pero todas esas opiniones vertidas en él le importaban más bien poco pues si disfrutaba de algo en el presente que vivía, era del sabor rancio que le proporcionaba su misantropía. De esta manera, Roth no podía sentirse más seguro, había renovado fuerzas y el único amor que profesaba era hacia sí mismo, irradiando el peligro de un narcisismo incontrolable. Pero todo cambió una mañana, aun pensando que su bienestar duraría por siempre, comenzó a alterarse con las ráfagas de un viento inevitable. Una figura comenzó a trazarse a lo lejos del pasillo, majestuosa, delicada y con sus rizos de obsidiana cayendo sobre los hombros. A hurtadillas robó con su mirada el nombre que tenía impreso en la tarjeta de identificación de la empresa.
Aquella noche, como en las venideras, siempre soñaría con ella. Siempre soñaría con Rosalie.

miércoles, 17 de marzo de 2010

Tras los pasos del silencio


La primavera llegaba a paso lento, el paisaje comenzaba a despertar poblando el camino de flores taciturnas y de algún que otro insecto aturdido, que volaba de un lado a otro hasta caer fulminado de puro agotamiento. Ese zumbido constante se colaba por la rendija de la ventana, ahogando el silencio de una estancia que nunca pareció tan muerta como aquel día.

Una vieja cortina de cuadros azules aleteaba levemente por las pequeñas ráfagas de aire fresco que aliviaban el olor a cerrado. En la encimera de la cocina se adivinaban unas olvidadas huellas de la harina de un pastel que no se llegó a terminar; si cerrabas los ojos y contenías el aliento, aun podías apreciar el aroma de las manzanas, despedazándose bajo el peso del cuchillo y dejando su sangre invisible en ambos lados de la hoja, mientras el calor del horno se extendía por cada rincón. En la pila, casi al borde del óxido, un montón de cubiertos sucios revestidos de moho y dejadez.

El salón asomaba tímido a la derecha del marco de la puerta, cuya pintura blanca había empezado a descascarillarse. Todo era caos. Una mesa de madera oscura albergaba demasiados libros en su superficie, sus páginas amarillas pedían a gritos ser leídas pero la soledad que reinaba, ciega como era, convertía sus palabras en un doloroso vacío. La butaca gruñía a lo lejos, empujada, quién sabe, si por el viento primaveral o algo más. Un eterno clonk interrumpía su recorrido, la razón debía ser aquel horrible par de zapatos, calzados aún en unos pies demasiado grandes para ellos. Su dueño, un cuerpo inerte extendido en el suelo, se fundía destrozado con un charco seco de sangre y recuerdos, demasiado demacrado como para apreciar la melancolía de sus ojos.

sábado, 6 de marzo de 2010

Rosalie


Los rizos de Rosalie eran negros como una obsidiana, serpientes enroscadas que te convertían en piedra cuando ella osaba mirar. Siempre enfundada en un traje confeccionado con el misterio, dejaba huellas llenas de silencio al pasar. La gente rehuía de su compañía incómoda, del aroma letal que desprendía su perfume francés imposible de identificar.
En realidad, era una mujer majestuosa, delicada. Poseía una fina voz, arrullo de las almas más inquietas, y sin embargo, había algo en ella que invitaba a un temor inconsciente. No sabría definir qué sacudía de aquella manera mi interior con su presencia, pero sí sé que era un atisbo de malevolencia lo que brillaba en sus ojos felinos.

Rosalie pensaba a menudo en su más tierna infancia, no le traía buenos recuerdos pero dibujaba una media sonrisa en la comisura de sus labios cansados. Casi podía escuchar con total claridad los gritos de aquel niño insolente con el que compartía sus juguetes. Se visualizaba de nuevo, con un matojo de cabellos rubio ceniza en sus pequeñas manos, riéndose mientras un llanto asustado se alejaba a toda prisa. Aún recordaba ese sabor metálico en su paladar, fruto del fiero mordisco que le propinó a su compañero de juegos, el olor rancio del miedo y un remolino de excitación en el estómago. Desde entonces no volvieron a verse, pero con los años supo que le había dejado una buena cicatriz.
A partir de ese momento, su plato favorito sería la carne, siempre carne. Entrecot, secreto, entraña... no importaba qué, importaba cómo; en su punto. Había días en los que, arropada por la intimidad del hogar, desgarraba a mordiscos un filete crudo, tiñendo su sonrisa de un carmesí perturbador. Era su pequeño secreto, a Rosalie, por encima de cualquier cosa, le gustaba la carne fresca.

miércoles, 10 de febrero de 2010

Ensayo para una despedida



Hoy es de esos días en los que, tras un cúmulo inesperado de circunstancias, he tenido que parar y preguntarle desesperada a la nada “Por qué”, escudriñando su mirada vacía y ausente.
Esto tiene explicación, no creas que es críptico a voluntad, ya sabes que el existencialismo jamás fue lo mío y que soy reacia a la filosofía de andar por casa... pero desde que hablamos aquel nublado domingo, entre interferencias y suspiros, comprendí que estaba enredada en tus recuerdos. Es probable que a estas alturas ni siquiera sepas por qué me tomo la molestia de dedicarte unas tristes líneas, trazadas con lágrimas de tinta y un pulso torpe y atropellado, ni yo misma lo sé.
¿Sabes? Han sido muchas las mañanas que me han oprimido el pecho, ahogada por un amanecer que parecía no llegar nunca. Te imaginaba valiente, calzándote esas sucias botas que minan el camino de oquedad cruel y vacías súplicas. Te pedí mil veces que no te marcharas, pero el viento quiso llevarse mis palabras y apenas dejó una sombra marchita de ellas.
Siempre temí tu olvido, la sola idea acosaba impertinente mi cordura; con el tiempo supe manejarme y aprendí a dejar de contar los minutos de tu ausencia. En realidad dudo que te imaginaras todo esto, quizá podría haber sido de otra manera. Pero es tarde... yo lo sé y tú también lo sabes.
A menudo contemplo esa naturaleza muerta de la que tanto me hablabas, es cierto que envuelve las cosas de una forma especial pero yo no lo entendía, a mis ojos no era más que otra metáfora de las tuyas, intentando hacer del momento algo que no pudiese borrar de la memoria. He de admitir que ese ordo artificialis que regía tu vida siempre me causó un revoloteo incesante en el estómago.

Pero, otra vez, ya es tarde...lo sé y tú, tú también lo sabes.

viernes, 8 de enero de 2010

El despertar de la expresión




He de decir que no suelo hacer público este tipo de cosas, pero dado que considero que tiene un contenido literario y hace referencia a una forma de arte, me he atrevido a colgarlo en estos lares.

Espero que os guste.