miércoles, 9 de febrero de 2011

Ella

Aquella noche de invierno se diluían las aceras, las almas y el cielo; todo hacia abajo como si la ciudad fuera un gran desagüe desbordado de herrumbre. Como si Ella, la gran ciudad, hubiese dicho basta, salid de aquí, marchaos lejos con vuestras maldades y vuestros besos olvidados. No sé si era la decadencia que yo misma me inventaba o las lágrimas que lamían mis mejillas pero para mí, la ciudad se diluía para no volver a ser. A serse. A serme. 


Las decepciones quizá, o una masa de caos informe que me empeñaba en amasar con los dedos hasta que se asimilase a un conejito blanco, como el de Alicia. Y que me llevara lejos, donde todo es raro, donde las flores te citan a Faulkner y a Wordsworth mientras un gusano te escupe nubes de menta y pregunta, qué fue primero la idea o la cosa en sí. Pero Platón es demasiado para mí en un día gris...y tener que determinar que la mímesis es la imitación de las ideas y los pensamientos me duele, como si un enjambre pérfido quisiera hacer de mí lo que yo haría de Rubén Darío si aún viviera. 


Me abrazaba el silencio cuando una ráfaga de viento frío me devolvió a las aceras, a las almas y al cielo. Y no, no se diluían, todo seguía en su lugar, escrupulosamente colocado, tal y como lo dejé antes de romper a llorar. 


Vaya por Dios.