sábado, 6 de marzo de 2010

Rosalie


Los rizos de Rosalie eran negros como una obsidiana, serpientes enroscadas que te convertían en piedra cuando ella osaba mirar. Siempre enfundada en un traje confeccionado con el misterio, dejaba huellas llenas de silencio al pasar. La gente rehuía de su compañía incómoda, del aroma letal que desprendía su perfume francés imposible de identificar.
En realidad, era una mujer majestuosa, delicada. Poseía una fina voz, arrullo de las almas más inquietas, y sin embargo, había algo en ella que invitaba a un temor inconsciente. No sabría definir qué sacudía de aquella manera mi interior con su presencia, pero sí sé que era un atisbo de malevolencia lo que brillaba en sus ojos felinos.

Rosalie pensaba a menudo en su más tierna infancia, no le traía buenos recuerdos pero dibujaba una media sonrisa en la comisura de sus labios cansados. Casi podía escuchar con total claridad los gritos de aquel niño insolente con el que compartía sus juguetes. Se visualizaba de nuevo, con un matojo de cabellos rubio ceniza en sus pequeñas manos, riéndose mientras un llanto asustado se alejaba a toda prisa. Aún recordaba ese sabor metálico en su paladar, fruto del fiero mordisco que le propinó a su compañero de juegos, el olor rancio del miedo y un remolino de excitación en el estómago. Desde entonces no volvieron a verse, pero con los años supo que le había dejado una buena cicatriz.
A partir de ese momento, su plato favorito sería la carne, siempre carne. Entrecot, secreto, entraña... no importaba qué, importaba cómo; en su punto. Había días en los que, arropada por la intimidad del hogar, desgarraba a mordiscos un filete crudo, tiñendo su sonrisa de un carmesí perturbador. Era su pequeño secreto, a Rosalie, por encima de cualquier cosa, le gustaba la carne fresca.

2 comentarios:

  1. Has despertado mi inspiración y evocado a Rosalie a la perfección en mi mente. Sería una ilustración perfecta.

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