miércoles, 21 de octubre de 2009

Lawrence


Lawrence olía como un puñado de tierra mojada. Acongojaba mis sentidos con su respiración acelerada y me hacía soñar mucho más allá de lo imposible. Acostumbraba a susurrarme versos olvidados al oído que hacían bailar a mi alma podrida de amor. Cada noche visitaba mi alcoba sediento de pasión. Durante horas me entregaba a él mientras florecía en mí esa faceta pervertida que todo el mundo guarda avergonzado en sus bolsillos. Nos sumíamos en una melodía de suspiros y algo más, me hacía sentir viva.

La tormenta rugía aquella madrugada. Lawrence vino encendido en cólera, casi podía palparse: rubicunda, agresiva... tan descontrolada que ni mis besos la calmaban. Clavó enfurecido sus uñas en mis caderas, en el interior de mi vientre una estaca candente de sueños rotos y de pronto me sobrevino una intensa sensación, la sensación de quien queda condenado. Su ira se durmió entre mis piernas mientras en mi cabeza aun resonaban los ecos de mis ruegos desesperados. La llama nerviosa de una vela desvió mi atención hacia la ventana, observé a través de ella la necrópolis familiar, abrazada por las verjas oxidadas. Un relámpago rasgó el cielo, y con él mi cordura.

Aquella madrugada, más que nunca, Lawrence olía a tierra mojada.

1 comentario:

  1. Sexo en un cementerio, deliciosa provocación. Lawrence parece un muerto viviene, muy muy tétrico, morboso y adictivo.

    besos

    ResponderEliminar