miércoles, 21 de octubre de 2009

Lawrence


Lawrence olía como un puñado de tierra mojada. Acongojaba mis sentidos con su respiración acelerada y me hacía soñar mucho más allá de lo imposible. Acostumbraba a susurrarme versos olvidados al oído que hacían bailar a mi alma podrida de amor. Cada noche visitaba mi alcoba sediento de pasión. Durante horas me entregaba a él mientras florecía en mí esa faceta pervertida que todo el mundo guarda avergonzado en sus bolsillos. Nos sumíamos en una melodía de suspiros y algo más, me hacía sentir viva.

La tormenta rugía aquella madrugada. Lawrence vino encendido en cólera, casi podía palparse: rubicunda, agresiva... tan descontrolada que ni mis besos la calmaban. Clavó enfurecido sus uñas en mis caderas, en el interior de mi vientre una estaca candente de sueños rotos y de pronto me sobrevino una intensa sensación, la sensación de quien queda condenado. Su ira se durmió entre mis piernas mientras en mi cabeza aun resonaban los ecos de mis ruegos desesperados. La llama nerviosa de una vela desvió mi atención hacia la ventana, observé a través de ella la necrópolis familiar, abrazada por las verjas oxidadas. Un relámpago rasgó el cielo, y con él mi cordura.

Aquella madrugada, más que nunca, Lawrence olía a tierra mojada.

jueves, 15 de octubre de 2009

Perplejidad




El atardecer se dibujaba anaranjado sobre un lienzo de nubes. El calor remitía cobarde mientras una explosión de mariposas revoloteaba inquieta sobre las camelias del jardín, y se enredaban con el turbado pensamiento de Emilie, que se elevaba sobre el baile ahogado de las cucharas y las tazas de té.

Aun le retumbaban en los oídos aquellas ásperas palabras, ¿Que su marido le era infiel? ¿Y con su propia hermana? Debía tratarse de una broma. Un cacareo clamoroso y constante le sacó a empujones de su ensimismamiento, aquel grupo de mujeres reía histérico sobre los chismes más jugosos, y a ella le dolía pensar que una dama de su posición había quedado al nivel de aquella insulsa palabrería. Con la elegante excusa de una terrible jaqueca consiguió dar por terminada la reunión pues había comenzado a ser tan eterna como dañina.

Ante unas cuantas horas de expectante soledad se entregó a la lectura. Sus labios estaban apunto de besar su taza de té cuando el ruido sordo de las llaves rompió el silencio de la sala, alzó la vista y se encontró con los reos culpables de su vergüenza, que entre sonrisas delataban su falta. La fuerza se escapó de sus dedos, dejando caer la taza al suelo ante la mirada ineludible del devenir, en apenas dos segundos sus intenciones se habían posado sobre el segundo cajón del aparador, que incubaba la tarjeta del mejor abogado del país y un arma llena de odio.


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Cabe decir al respecto, que este relato a parte de no ser de mis favoritos, forma parte de un ejercicio que me mandaron en el taller de literatura en el que estoy apuntada.
Me sentí un poco a lo Jane Austen de lo macabro escribiendo este cuento,
pero últimamente tengo tan poco tiempo
ue no puedo dedicarme a escribir nada específico para el blog,
os pido disculpas por ello.