miércoles, 17 de marzo de 2010

Tras los pasos del silencio


La primavera llegaba a paso lento, el paisaje comenzaba a despertar poblando el camino de flores taciturnas y de algún que otro insecto aturdido, que volaba de un lado a otro hasta caer fulminado de puro agotamiento. Ese zumbido constante se colaba por la rendija de la ventana, ahogando el silencio de una estancia que nunca pareció tan muerta como aquel día.

Una vieja cortina de cuadros azules aleteaba levemente por las pequeñas ráfagas de aire fresco que aliviaban el olor a cerrado. En la encimera de la cocina se adivinaban unas olvidadas huellas de la harina de un pastel que no se llegó a terminar; si cerrabas los ojos y contenías el aliento, aun podías apreciar el aroma de las manzanas, despedazándose bajo el peso del cuchillo y dejando su sangre invisible en ambos lados de la hoja, mientras el calor del horno se extendía por cada rincón. En la pila, casi al borde del óxido, un montón de cubiertos sucios revestidos de moho y dejadez.

El salón asomaba tímido a la derecha del marco de la puerta, cuya pintura blanca había empezado a descascarillarse. Todo era caos. Una mesa de madera oscura albergaba demasiados libros en su superficie, sus páginas amarillas pedían a gritos ser leídas pero la soledad que reinaba, ciega como era, convertía sus palabras en un doloroso vacío. La butaca gruñía a lo lejos, empujada, quién sabe, si por el viento primaveral o algo más. Un eterno clonk interrumpía su recorrido, la razón debía ser aquel horrible par de zapatos, calzados aún en unos pies demasiado grandes para ellos. Su dueño, un cuerpo inerte extendido en el suelo, se fundía destrozado con un charco seco de sangre y recuerdos, demasiado demacrado como para apreciar la melancolía de sus ojos.

sábado, 6 de marzo de 2010

Rosalie


Los rizos de Rosalie eran negros como una obsidiana, serpientes enroscadas que te convertían en piedra cuando ella osaba mirar. Siempre enfundada en un traje confeccionado con el misterio, dejaba huellas llenas de silencio al pasar. La gente rehuía de su compañía incómoda, del aroma letal que desprendía su perfume francés imposible de identificar.
En realidad, era una mujer majestuosa, delicada. Poseía una fina voz, arrullo de las almas más inquietas, y sin embargo, había algo en ella que invitaba a un temor inconsciente. No sabría definir qué sacudía de aquella manera mi interior con su presencia, pero sí sé que era un atisbo de malevolencia lo que brillaba en sus ojos felinos.

Rosalie pensaba a menudo en su más tierna infancia, no le traía buenos recuerdos pero dibujaba una media sonrisa en la comisura de sus labios cansados. Casi podía escuchar con total claridad los gritos de aquel niño insolente con el que compartía sus juguetes. Se visualizaba de nuevo, con un matojo de cabellos rubio ceniza en sus pequeñas manos, riéndose mientras un llanto asustado se alejaba a toda prisa. Aún recordaba ese sabor metálico en su paladar, fruto del fiero mordisco que le propinó a su compañero de juegos, el olor rancio del miedo y un remolino de excitación en el estómago. Desde entonces no volvieron a verse, pero con los años supo que le había dejado una buena cicatriz.
A partir de ese momento, su plato favorito sería la carne, siempre carne. Entrecot, secreto, entraña... no importaba qué, importaba cómo; en su punto. Había días en los que, arropada por la intimidad del hogar, desgarraba a mordiscos un filete crudo, tiñendo su sonrisa de un carmesí perturbador. Era su pequeño secreto, a Rosalie, por encima de cualquier cosa, le gustaba la carne fresca.